martes, 21 de julio de 2015

EL YUGO DE LA FELICIDAD

¿Dónde está escrito que la felicidad deba ser trago de todos los días, o fin último, o diana a la cual debamos dirigir todas nuestras miras? ¿Qué nos han vendido, y bajo qué sol hemos crecido? ¿Cuando terminamos de buscar, o de reír, o simplemente de creer?

Somos culpables. Hemos sobredimensionado la importancia de un hecho que no viene al caso. Creemos conocer, con la misma certeza que cree tener un padre ante la pena de su hijo, que entendemos el por qué de todas nuestras objeciones. Creemos entender, y sin embargo estamos a dos vidas de distancia de cualquier comprensión.

Confiamos y apostamos, aunque no sepamos muy bien a que jinetes debemos confiar nuestras reservas. Y es porque la felicidad es un hecho tan frágil como la ganancia de una victoria que no nos pertenece. Y a pesar de todo, insistimos en la veracidad del espejismo, pues nos hace bien creer en la posibilidad de que la mentira pueda resultar más reconfortante que la verdad.

Puede que sea para nada agradable, ni mucho menos aceptable, pero los hechos menos confortables por lo general son los únicos que vale la pena tener en cuenta. 

En más de una ocasión nos sentimos victoriosos al besar labios que no nos pertenecen, al profanar templos de religiones que no practicamos, aunque nuestra sed de justicia nos grite con fuerza que no cometamos los errores de profecías ya dictaminadas. 

Y estamos ante el amor, como ante un hecho irrefutable, y ante la felicidad, como ante la culminación del trecho final donde convergen todos los caminos. 
No está escrito que deba creerse, ni sacrificarse, ni adoptar símbolos, ni menos presenciar algo que se sabe no existente. Tampoco que aceptemos la felicidad como un acto de suma importancia.

Puede ser que algunos compren y se dignifiquen con el premio. Allá ellos con lo que les compete.
Más tarde que temprano se está solo ante el hecho de la soledad, y es ahí cuando nada importa, ni la felicidad obtenida, ni lo que se ha ganado en deshacerse de ella.